Sólo y otra vez sin nada emprendí el siempre difícil retorno a casa. Los martes por la noche la ciudad de Rosario se convierte en un desierto, que incluye los colectivos que se hacen notar por su ausencia en horas de la madrugada. Justo este momento me encontraba sentado en un umbral a las 2:30, sumido en razonamientos tales como “que distinto es esto de día” o “¿por qué las Trillizas de Oro no se dedicaron al cine erótico?” cuando decidí abandonar mi postura pasiva ante el mundo. Levantarme y andar, como Jesús le dijo al muerto, sería mejor que seguir esperando que pase un puto colectivo en esta ciudad de mierda. Mi viejo me decía siempre que no estuviera al pedo, que uno empieza a pensar boludeces, pobre, así terminó. Pero en el caso en que me encontraba tenía razón, prueba de ello son los pensamientos que describí líneas arriba, aunque bien vale decir que esos fueron los pensamientos confesables y cabe aclarar que estos, en las condiciones que me encontraba, generalmente son los menos.
Debo reconocer que caminar por un ciudad dormida y desierta posee un atractivo que no incluyen los paquetes turísticos. Se puede observar la perfecta línea recta que marca el cordón de la calle, la curvatura que la carpeta asfáltica tiene para que agua drene hacia los laterales los días de lluvia, y sobre todo la sensación de sentirse el último mortal sobre la tierra, al menos el último en dormirse. Y así me encontraba caminando, silbando el tango “Soledad” (...en la plateada esfera del reloj / las horas que agonizan / se niegan a bajar...) pensando en tener que levantarme para ir a trabajar dentro de tres horas mientras cada 10 pasos contemplaba hacia mi pretérito con la vaga esperanza de ver algún puto colectivo que me acerque hasta mi cama. En esta situación el odio hacia los empresarios de transporte lo mantiene a uno en una extraña vigilia que elimina el sueño y poco a poco las maldiciones van reemplazando el silbido, ya eran las 4:00, dos horas se me separaban del timbre del despertador. Caminando y maldiciendo me acerqué bastante a la mullida meta, bastante como para desistir de la idea de abordar una unidad de transporte urbano de pasajeros, un Bondi. Pero justo ahí algo dobló en la esquina algo que se parecía a un colectivo pero se veía como borroso, difuso. Cesé mi marcha maldiciente (por lo general cuando aparece el colectivo uno se olvida de llevar adelante todos los reclamos en la oficina de defensa al consumidor, juicios a la empresa, atentados y demás males que prometió durante la espera) y me dispuse a esperar que la unidad se acerque. “Que raro – pensaba yo – ¿si por Rodríguez no dobla ninguno?”. Parecía broma, a medida que se acercaba más confusa era la imagen. Pensaba yo que debía ser algún chofer que por medias de seguridad cambió el recorrido por uno que a él se le antojó en ese momento, práctica más común de lo que debería ser para mi gusto. No era el 141, ni el 148. En el letrero indicador sólo se adivinaba un color borravino, un rojo opaco, pero a la distancia no alcanzaba a distinguir más que la forma colectivoide de ese objeto que se acercaba a una velocidad inquietante, lenta. Ya n la esquina, me absorbió la inquietud, todo rastro de raciocinio desapareció cuando lo tuve delante mío: un colectivo íntegramente blanco con una especie de fuego opaco que brotaba de todo su contorno, el chofer: un bigotudo con gorrita de cuero, característico de tres décadas atrás, una reliquia, y todo el interior del bondi, incluido el bigotudo y los tres pasajeros exhibían una ausencia total de color, estaban en el mas riguroso blanco y negro que ni el mejor de los TV de alta definición pudiera reproducir, era un blanco y negro real y palpable.
Los misterios son misteriosos cuando uno no los presencia, una historia es misteriosa cuando alguien la relata, pero una vez en presencia de estos pasan a formar parte del paisaje cotidiano. Pensándolo desde este momento no entiendo porque no salí corriendo como un desaforado, no obstante le hice seña. El colectivo se detuvo, pero fue imperceptible la diferencia entre la marcha lentísima y la inmovilidad. Subí y todos me miraron, el Bigotudo, como disimulando, cortó un boleto y lo extendió en su mano gris. Tomé el boleto y me senté en el primer asiento de la izquierda, del lado que están los asientos simples. Yo conservaba mis colores naturales, pero el boleto entre mis dedos era del mismo gris que todo lo que me rodeaba dentro del coche del Bigotudo, que a esta altura me venía relojeando por el espejo. Gire la cabeza bruscamente y los tres pasajeros también estaban pendientes de mis movimientos, pero al instante disimularon: uno le daba cuerda al reloj, otro abrió un libro que llevaba consigo en cualquier parte y el tercero se hizo el dormido. El colectivo, por mas extraño que fuera, me acercaba hacia mi casa con la mismo exasperante lentitud que traía desde que dobló por Urquiza en Rodríguez. Al llegar a Vera Mújica doblo hacia el norte, me acerqué al Chofer de pelo en cara y lo inquirí: “¿Hasta donde va por Vera Mújica?“ y este haciendo el distraído respondió :”Vuelvo al centro, por Catamarca”. Ahí comprendí todo: calle Catamarca cambió de sentido hace 20 años, lo que abordé esa noche fue un pedazo de historia. Me baje y me volví caminando a mi casa. A esa altura tuve que ir a laburar sin dormir.
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